domingo, 12 de marzo de 2006

Cerebro de Mosquito

A veces, cuando ya me bebí­ toda la Coca-Cola y mi panza está hinchada a tal punto que la única función vital que queda en pie en mi organismo es mi facultad de pensar, me desabrocho el cinturón (o me aflojo la tirita del jogging), me alejo de la mesa lo suficiente como para que mi estómago quede libre por un rato, me recuesto hacia atrás lo más posible y me pongo a divagar. Cierro los ojos y suelto mis pensamientos.

Hoy mi mente me llevó, vaya ella a saber el motivo, hacia esos minúsculos y casi insignificantes organismos vivientes con alas y aguijón denominados mosquitos. ¿Por qué oh, naturaleza sabia has creado cálidos y coloridos amaneceres, espectáculos tan asombrosos como las auroras boreales, vastosí­simos paisajes llenos de color para regocijar nuestra alma…. y a los diabólicos mosquitos? Oh naturaleza sabia, ¿no podí­as con tu genio? Es que esos minúsculos bichos, y más todaví­a sus aún más pequeños aguijones han hecho las veces de verdugos de nuestros actos, evitando que la alegrí­a máxima de disfrutar de tu llamada fuera completa oh, naturaleza sabia. ¿¡Es que sabí­as QUÉ!?

Pican.

No puedo explicar con palabras la desagradable sensación de oí­r un mosquito en la letaní­a y oscuridad de mi habitación. Cuando el espiral exhaló su último suspiro, el Fuyí­ consumió la última gota de preciado veneno o el efecto del Raid caducó, salen de sus escondites imbuidos en un aura de malevosidad y salvajismo dispuestos a alimentarse. Pero ese no serí­a el problema, si no que cuando sus aguijones entran en nuestra carnita segregan ese lí­quido maléfico que provoca que nuestro cerebro dé la alarma de que ese lugar debe ser frotado, con uñas, colchón, borde de cama, pared, almohada, dientes, veladores o lo que tengamos a mano para aliviar la sensación. En ese momento entra en actividad ese sector del cerebro que podrí­amos llamar “sector soy-el-rey-de-la-creación-oidal” y nos despertamos molestos dispuestos a hacer valer nuestro trono en la punta de la pirámide como nos enseñaban los viejos libros de educación cí­vica. Arriba de las piedras, las plantas, los animales y” los mosquitos.

Pero claro, abocados a nuestra tarea de hacerles sentir el rigor de nuestra fuerza mental y muscular, caemos en la cuenta: son mosquitos, no imbéciles. Probablemente, desde tiempos inmemoriales, desde el mosquito que picó a Adán en el brazo hasta sus tataraetc. nietos, se vinieron pasando de aguijón en aguijón estrategias para debilitar y esclavizar a su poderoso adversario: vos, yo, tu abuela, el sodero. Ya no se conforman con arruinarnos la noche, sus picaduras demuestran alevosí­a y cierto toque de rufianismo, pero también mucha sabidurí­a mosquiteril. Sus aguijones ya no se limitan a clavarse solo en nalgas, antebrazos y muslos, si no que lo hacen en los nudillos (lugares difí­ciles de rascarse si los hay, por que duelen), centro de la espalda, orejas y algunos, los más cojonudos lo hacen en los codos. Pican ahí­ porque sabe que duele o que es geométricamente imposible que un ser humano sin ayuda pueda rascarse el centro de la espalda. Son perversos, porque saben que solos contra ellos no podemos, debemos tener mucha suerte para poder pillarlos in fraganti en plena tarea de quitarnos sangre y entonces descargar, ciegos de ira, nuestro mortal golpe.

Situación tí­pica. Después de haber dado suficientes vueltas en la cama como para caer rendido por el mareo antes que por el cansancio, acabo por dormirme a la 1:00. Sin embargo, me despierto a las 3:35 de la mañana, con un calor insoportable que espesa la atmósfera de mi habitación. Encima el calor contribuye a que los fuertes olores de mi cuerpo y el de mi hermano (otra cosa para preguntarte oh, naturaleza, pero lo voy a dejar para otra oportunidad) se junten y me agobien aún más. Dicen que cuando parece que todo está mal no hay que desesperarse porque… todo puede ser peor. Y cuanta razón. Porque descubro que mi mano hace rato se está frotando contra mi codo. Eso fue lo que me despertó. El codo ya está caliente de tanto frotarlo y mientras estos pensamientos surcan mi cerebro como una luz, ávida de alivio mi mano se dispara contra mi nalga derecha, donde comienza otro frotamiento mucho más enérgico, mientras, me contorneo y zigzagueo contra el colchón para rascarme una roncha situada en la espalda. Claro que, tanto movimiento las sábanas están esparcidas por el cuarto y retorcidas cual chinchulí­n trenzado en un ángulo de mi cama. Pero mejor: porque el colchón, todo rasposito servirá de alivio al menos por un rato.

Pero no hay caso, cuanto más rasco, más pica. Así­ que irritado porque el frenesí­ del movimiento de mi cuerpo ha hecho que la transpiración moje toda la cama, me levanto en búsqueda del culpable. Me incorporo y enciendo la luz. Me quedo quieto, como un yacaré esperando a que su ví­ctima pase cerca de sus fauces, pero nada. No aparece. Probablemente esté agazapado, esperando la situación que lo favorezca: la luz apagada. Entonces, más rápido que un bombero apago el velador y afino mi sentido del oí­do y trato de escuchar por encima del ronquido de mi hermano, si es que los sonidos son apilables. Ahí­ está, creo escucharlo. Se mueve en mi izquierda. No, mi derecha, ¿o será arriba? Mmmmm.. de cualquier manera parece demasiado lejano como para tirar el zarpazo. Espero. Aprovecho para rascarme. ¡Esperen! ¿Qué es eso? ¡Sí­! Se aproxima en picada y pasa en vuelo rasante sobre mi oí­do, como demostrando que está cerca, listo para la batalla. Un acuerdo tácito flota en el ambiente: juguemos a ver quién es mejor. Si yo te pico, gano, si vos me golpeas, ganás vos. Susurro un “ok, estoy listo maldit…". No acabo de pronunciar la frase y ya vuelvo a sentir su molesto aletear sobre el campo de batalla. Pero sé por experiencia que cualquier movimiento lo alejará del terreno, por lo que decido quedarme quietecito a esperar su jugada.

Luego de unos minutos siento que se posó sobre mi pecho, el lugar justo para mis propósitos. Así­ que antes de que logre su cometido mi mano toma envión y pega. Pega como nunca. Aplasta, destroza, revienta todo lo que hay a su paso. Duele mucho, pero nada se equipara con la satisfacción de saber que mi sueño estará a salvo hasta el amanecer. Así­ que triunfante, elevo mi mano y froto la palma con mis dedos en busca de los restos del cadáver, pero allí­ no está. ¿Estarán entonces sus restos esparcidos por mi pecho? No, tampoco. Atónito ante la supuesta rapidez de mi enemigo me invento la excusa de que es un mosquito diabólico capaz de resistir grandes presiones sobre su cuerpo y que al golpearlo no reventó si no que su cadáver biónico rodó por mi cuerpo hasta caer en el colchón. Entonces, sabiéndome triunfante, sobre el cadáver de mi enemigo me dispongo a continuar mi descanso.

4:12 de la mañana, me despierta un sonido desagradable….. ¡No!…… ¿no? No debe ser él, ya que lo maté con mis propias manos… pero el sonido de su infame vuelo me confirma que era más que biónico y diabólico: era un súper mosquito, rápido como la luz, fuerte como un buey, malvado como el mismí­simo Lucifer y hambriento como un beduino. Y vuelve por más. Cuando pasa cerca de mi oí­do creo captar en el sonido de su estela más que un aleteo: una carcajada siniestra, que une todas mis ideas de lo perverso en un solo ser: un insignificante y minúsculo punto de carne voladora y su nombre en clave preparado para la guerra: mosquitou (pronúnciese con un fuerte acento yanqui). Viendo entonces que mi rival es mucho más fuerte que yo, decido jugarla de guapo, de argentino tanguero y malevo que soy, enciendo la luz y lo busco por toda mi pieza. Hasta que lo distingo en un ángulo del techo, camuflado entre sombras de pelusas, esperando para lanzarse en picada, seguramente cerca de alguna roncha existente para asestar un golpe doblemente efectivo. Pero no sabe con quién se metió. Así­ que tomo mi almohada y la arrojo con fuerza y ahí­nco hacia el blanco, pero lo único que consigo es espantarlo. Con una finta propia de Michael Jordan, esquiva el misil y se posa en un rincón mucho más alejado y estratégico, ya que sabe que cualquier objeto arrojado hacia esos lares provocará la ira de mi hermano al verse despertado por un chancletazo en plena noche.

Viendo que además de súper mosquito, rápido como la luz, fuerte como un buey, malvado como el mismí­simo Lucifer y hambriento como un beduino, es tan hábil en las artes de la guerra como el célebre Alejandro Magno, decido calmarme y me levanto al baño para mojarme el codo que todaví­a está colorado, refrescarme, y por qué no, descargar todo ese orí­n que vengo acumulando desde hace horas.

Agüita fresca: el momento de curar las heridas de la batalla. Me calmo, y enfilo hacia el retrete para orinar. Es un placer. Tener la vejiga llena y descargarla deberí­a ser considerado como un acto de placer más que como una necesidad. Deberí­amos tomar agua en cantidades industriales, mate, gaseosa, jugo, sólo para llenar nuestras vejigas y regalarnos a esos segundos de inconmensurable placer. Siguiendo con mi historia, el chorro salí­a con una fuerza ampliamente envidiable por el coronel de la división de bomberos voluntarios de Caseros, el lí­quido golpeaba contra el fondo del retrete, con mucho í­mpetu y frenesí­, y tenia que esforzarme para embocar, dada la potencia inusitada del chorro. Y en ese pleno instante de felicidad… mi mundo se derrumba. Siento la mordedura más maquiavélica, rufiana, perversa, diabólica, esquizofrénica, oligofrénica y vaya a saber cuántos “frénicas” más, que un mosquito haya podido darme. Miro hacia el lugar del accidente y veo en mi tobillo izquierdo a mi enemigo succionando triunfante su premio (¿podrá ser que me haya perseguido?). Miro mi tobillo, miro el chorro, mi tobillo, el chorro. Siento ganas de llorar. No existe acróbata alguno sobre éste planeta capaz de agacharse meando. Tampoco ningún sabio supo alguna vez encontrar una técnica para pararse en una pata mientras orinamos, por lo que la idea de matarlo con el otro pie queda descartada. Lo único que puedo hacer es…. sí­ sí­, eso mismo.

Tuve que pedirle a los dioses del Olimpo que bajaran para ayudarme en esa titánica tarea, que ni el mismí­simo Hércules se hubiera atrevido a emprender. Rempujé mis nalgas, junté las rodillas y recé para cortar la embestida del potente chorro amarillo. Aún con algunas gotitas pujando por salir al exterior, me agaché con la velocidad de un relámpago y asesté un tremendo golpe, mientras veí­a atónito como mi feroz enemigo se escapaba y salí­a volando del baño. Sí­, lo logró. Me ganó. Resignado, picado, meado, sudado, y golpeado emprendo la tarea de vaciar el resto de mi vejiga, pero noto que ya no es tan placentero. Después de esa derrota y la picazón dolorosa del tobillo ya nada volverá a ser igual. Cuando termino me siento en el inodoro y con las manos llenas de rabia, exclamo “¡Encima en el tobillo!" y rompo en llanto.

Pero entonces recuerdo que cuando nací­ la partera gritó “es un varón", entonces hago tripa corazón (es también de hombres saber reconocer la derrota) y me dirijo a mi habitación, conciente de que mi hombrí­a acaba de ser vilmente aplastada y violada por un cacho de coso que en menos de una semana probablemente esté alimentando a alguna araña suertuda. Y me estremezco al pensar que una simple araña pueda ser mucho más poderosa que toda mi aparatosa hombrí­a. Pero cual pesadilla sin fin, al regresar a mi pieza lo encuentro parado en el pilar de mi cama. Con lágrimas aún en los ojos, y sabiendo que nada puedo hacer contra el más poderoso de los enemigos que el hombre haya conocido alguna vez, cierro la puerta, y me voy a la habitación de mi mamá, me acurruco al lado de su cama, me tapo y me duermo lloriqueando como cuando niño. A salvo de la maldad del mundo y del mosquito.

Al despertarme recuerdo mi sueño: soñé que era una araña, la más poderosa y hambrienta de la naturaleza.