martes, 20 de febrero de 2007

Pentecostés

Este es el segundo año que me agarra, aunque el año pasado logré zafar.

El obispo empieza la omilía y mi estómago chilla. Pero no es un sonido ronco, como cuando tu panza pide comida, si no que es un sonido mas bien cavernoso y visceral, indicando que algo anda mal. Mis amigos de mi infancia del barrio le dirían que me estoy cagando. Y sí, lisa y llanamente estoy a punto de dejar caer la sorpresa. Pero no es tan fácil, porque ya empezó el Obispo a agradecer a los jóvenes por haber venido a la Plaza de Mayo en tan importante fecha a celebrar Pentecostés. Y la multitud, enfervorizada por las palabras del prelado, comienza a entonar:

Señor, toma mi vida nueva,
antes de que la espera, desgaste años en mí.
Señor, tengo alma misionera,
condúceme a la tierra, que tenga sed de vos.
Llévame donde los hombres, necesiten tus palabras…

Y el grupo que me rodea, con un cartel de San Pompilio Presente, no deja de mecerse al compás de la música, dejándose seducir por la embriagadora melodía y provocando obviamente que aquello que pugna por salir de mi vientre se agite exigiendo pronta expulsión.

Pero la multitud que me rodea es inmensa, todos brazo contra brazo escuchando cómo la tempestad se detuvo a la voz solícita de nuestro Señor, todos sumidos en una nube de Fé propia de una fiesta eclesiástica, y mi estómago agitado como la tempestad de Marcos. Y por qué no podré frenarlo de un grito. Si grito me hago. Si callo me cago.

Tanta fuerza hago para evitar la catástrofe, que el sudor corre por mi frente a cántaros. Y Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro, me dice con su melodiosa voz una monjita joven que a mi lado, contempla obnubilada la oración de la multitud. Sé que va a acontecer lo inevitable, por lo que empiezo a empujar lentamente a las personas que me rodean, moviéndome entre ellos como un insecto atrapado por una telaraña, desesperadamente intentando cubrir las cuadras que me separan hasta el primer claro despejado, donde pueda ya largarlo, o correr a toda velocidad al primer bar abierto.

Más de uno se dió vuelta pronunciando palabras fuera de un contexto religioso, acordándose de mujeres de mi árbol genealógico que ni yo mismo las sabía antepasados míos. Puse mis manos en las manos del señor, que calma el mar, y el obispo: un momento de silencio para pedir perdón por nuestros pecados, y mis músculos traseros que no aguantaron más.

La multitud acalló y el más profundo silencio se apoderó de esa tarde otoñal, dejando extrañados a aves e insectos que inocentes contemplaban el evento. Todo se calló. Todo a excepción de un sonido ronco, que evocaba el rugir de una moto preparada para salir a pistear, que hacía recordar a un oso hambriento lanzando su grito de guerra al salir de su cueva. La sorpresa salió con potencia auditiva inusitada. Y todas las cabezas que giraron al unísono hacia donde me encontraba. El Obispo se sobresaltó y creo que dejó caer el cáliz, derramando el vino por toda la blancura del altar, los monaguillos espantados miraron al cielo como buscando a los jinetes del apocalipsis, y muchos de los que me rodeaban señalaron la mancha que comenzaba a aparecer en mis blancos pantaloncillos.

No alcancé a ver más nada. El cielo se nubló y la imagen de la gente riendo se desvaneció. Y último que me pareció oír mientras caía al frío pavimento de la Avenida de Mayo “Te ofreceeeemos este pan, del mundo nuestro, hecho de camino y sol, de este desierto…”

lunes, 12 de febrero de 2007

Despareja Moraleja Vieja

Cierto dí­a una liebre se burlaba de las cortas patas y lentitud al caminar de una tortuga. Pero ésta, riéndose, le replicó:

- Puede que seas veloz como el viento, pero yo te ganarí­a en una competencia.

Y la liebre, totalmente segura de que aquello era imposible, aceptó el reto, y propusieron a la zorra que señalara el camino y la meta.

Llegado el dí­a de la carrera, arrancaron ambas al mismo tiempo. La tortuga nunca dejó de caminar y a su lento paso pero constante, avanzaba tranquila hacia la meta. En cambio, la liebre, que a ratos se echaba a descansar en el camino, se quedó dormida. Cuando despertó, y moviéndose lo más veloz que pudo, vió como la tortuga habí­a llegado de primera al final y obtenido la victoria.

Moraleja: a veces, el M.R.U. es mucho más efectivo que el M.R.U.V.